Bases del concurso

La Biblioteca Popular "General Manuel Obligado" y el club de historietas de Reconquista "ReComic Club" invitan al I Concurso de Historietas "Ichimaye".

Las bases para este concurso son las siguientes:


De los concursantes:


Podrán participar toda persona con domicilio en el Departamento General Obligado de la provincia de Santa Fe que tenga cumplido los 13 años al 31 de diciembre de 2007.
Los participantes se dividirán en las siguientes categorías.

Categoría A
Participantes de 13 a 18 años.

Categoría B
Participantes de 19 años en adelante.



Del Tema:

El tema de este I Concurso de Historietas "Ichimaye" es la transformación al código de la historieta los textos "El perro bonachón", "Don cobaya", "El fango", "La crecida" y "Un criollo" del escritor Leonardo Castellani.
Junto a las bases del concurso se entregarán a los participantes una copia de dichos textos seleccionados.
Los participantes pueden optar también por otras obras del autor siempre y cuando se adjunte una copia del texto elegido.


De la forma de entrega:

Las historietas deberán realizarse en blanco, negro o/y grisado con cualquier tipo de técnica (birome, lápiz, plumín, tinta o marcadores, etc.).

El tamaño de la hoja deberá ser A4 o proporcional. Es decir, de 21 cm por 29,8 cm o proporcionalmente mas grande.

El mínimo de páginas con que contarán las adaptaciones será de 5 (cinco) y el máximo de 15 (quince).

Se dibujará sólo en una carilla de las hojas presentadas.

Las historietas deberán estar rotuladas con letra legible en imprenta mayúscula de forma manual, mecánica o informática y las páginas serán numeradas.



De la presentación:

Los participantes podrán presentar más de una adaptación pero no podrán recibir más de un premio en caso de ser seleccionado alguno de sus trabajos.

Las obras presentadas pueden ser realizadas de forma individual o grupal. De ser un trabajo grupal, el mismo no debe superar los 3 (tres) integrantes.

Las páginas se presentarán sin firma y sin nombres en las mismas, solo con el seudónimo dentro de un sobre se incluirán los siguientes datos de los autores: nombre, edad, dirección completa, localidad, teléfono, dirección electrónica y establecimiento escolar en el caso de concurrir a alguno.

Las obras deberán ser entregadas personalmente o enviadas por correo a

I CONCURSO DE HISTORIETAS "ICHIMAYE" BIBLIOTECA "GENERAL OBLIGADO", 9 DE JULIO 750 CP 3560 CIUDAD DE RECONQUISTA PROVINCIA DE SANTA FE


Los trabajos deberán ser enviados antes del de agosto de 2008.



Del jurado y los premios:

En el transcurso del mes de julio serán dados a conocer los premios y los jurados del concurso.

Las participación en el concurso supone la aceptación por parte de los autores de las condiciones establecidas en estas bases.

Se agradece la difusión.

martes, 17 de junio de 2008

La "crecida"

Caro le costó al turco Benial labrar su elegante ranchito en la cresta de los Cinco Talas, cerca del río Uruguay. Más caro le costo al gringo Fiorotto.

Por un curioso quiasma, el italiano era tendero y el turco mecánico remendón. El turco era más católico que San Marón; y nadie sabía cuándo trabajaba, acostumbrados a verlo montado en pelo en un soberbio zaino picazo a lo largo de la costa; o bien pescando. Le aconsejaron que no; pero él se emperró en quincharse una casita en un terreno de nadie. Ya se sabe lo que son esos terrenos de nadie; de repente se descuelga un porteño con un “título provisorio” del año 1860, desaloja al pobrerío, destruye los ranchos, y no ocupará para nada el terreno, aunque finge hacerlo. A esto llaman “la Ley”.

El río Uruguay es un bestión que no tiene ley, aunque algunos digan “tiene muchas leyes”, que es lo mismo; porque tan malo es sobrarse como faltar. Bien lo aprendió –o desaprendió- el inglés Mac Coughlin, que viendo una tarde de otoño la inmensa chapa serena de acero fluido corrugado, dijo que él era capaz, Goddam, de cruzar a nado a la otra banda; y a los tres días encontraron su cadáver en el lago Santa Lucía, en la Banda Oriental, a hueso puro todo lo no protegido del calzoncillo por las palometas, que no en vano han bautizado piratas-arañas, o sea pirañas.

El río Uruguay, a pesar de su nombre de pajarito, es una especie de enorme gusano perezoso y potente, que sin previo aviso se le antoja hinchar el lomo. Nadie puede prever su crecida; y lo que hacen los inútiles del Servicio Hidráulico es telegrafiar a Buenos Aires: “gran masa de aguas desciende del Brasil”. Pero no saben por dónde irá a reventar la cosa; porque el antojadizo gusano lo mismo revienta por la cola que por la nuca; siendo como es puro lomo. Está lleno de fuerza dentro del cuerpo; por fuera no se ve sino un suave rizo.

Reventó frente a Concordia en 1959; una, porque abrió brecha en el crestón del Yuquerí, convirtiéndolo en un torrente arrollador; y otra, porque un pampero de tres días detuvo y aun hizo recular las aguas en el estuario frente a Colonia, al mismo tiempo que llovía a mares en el Brasil Sur. O simplemente, porque se le antojó. Dicen que las aguas sobrenivelaron once metros; y nadie sabe dónde pudo salir tanta agua, como en el cuento del Diluvio Universal; pero lo creerá quien hay visto del tope de la torre municipal la ciudad convertida en alejada isla y un mar barroso a pérdida de vista. Ahí tienen la foto en el suplemento de LA NACIÓN. Todo el pobrerío de lo que llaman Bajo Doriente fue barrido con ranchos, muebles y animales a estibarse en la plaza, las iglesias y los cines; y cómo salvó la vida, no es posible imaginar. Yo sé solamente cómo se salvó el turco Jorge Marón Benial.

El turco se subió con un cuadrito de San Marón al techo de su primorosa casita, diciendo: “mañana, bajante”; y a la madrugada del otro día estaba con el agua a las rodillas, a los gritos, y sin obtener oído de los helicópteros, aviones, chalanas y torpederas del Ejército, que francamente hicieron más ruido que nueces. Entre paréntesis, el Gobierno impuso una capacitación de un peso a todo bicho viviente de Entre Ríos para ayuda de los anegados; y resultó una decapitación; pues hasta ahora nadie sabe dónde ha ido la plata y el impuesto continúa.

El turco desesperó de la ayuda oficial, y no era para menos; y a nado se apoderó de una batea de panadero al salir el sol, desde la mismísima copa de uno de los cinco talas: dentro la cual había lo menos una docena de yararás entumecidas. Eso le valió el entume; porque con una rama que pescó al paso no consiguió ni hacerlas salir ni hacerse morder; solamente que se amontonaron en proa, trenzadas en viscoso nudo.

¿No quiere el diablo que la frágil arca fuese a aportar sin gobierno, justo frente a la tiendita del gringo Fiorotto? El gringo comenzó a vociferar desde la puerta que se mandara a mudar, pues no tenía ni pan para dos; mas cuando vio los reptiles color sapo, muy contento de hallar tierra, descolgarse majestuosamente por proa, aquí sí que el mal genio del gringo pudo más hasta que el miedo. Armado de la vara de medir género, salió en persecución del pobre turco, que no tuvo otro remedio sino huir patita-paque-te-quiero más de media hora entre baches y matas de paja brava. Al fin se hundió en una charca de agua y barro hasta las rodillas. Allí estaba libre del furibundo gringo, pero no podía salir. Se dio vuelta, y enseñándole la imagen de San Marón, le dijo “Berdona paisano; la muerte lava todo” al tendero, que apoyando su garrote, lo colmaba de improperios.

Fiorotto le gritó: “¡Maledetto tú, e el tuo falso Iddío Maometto!”, y dando media vuelta lo dejó a su suerte.

Cómo salió, él mismo jura que no lo sabe; pero no le pagó mal, pues tenía buen corazón. El italiano se enfermó de mal de ijada; y era tan retrancado que nunca quería ver un médico; alegando que era no más una indigestión, curable con té de ruda. El maronita se arregló en la ciudad con Berón el cirujano; y entre el correntino y el turco lo amarraron al italiano en la cama y le operaron la apendicitis de prepotencia.

Nunca hay que salvar a nadie por la fuerza. El gringo murió lo mismo, pues le dio mala sangre de pura rabia de haber sido salvado gratis. Se pasó un mes o dos maldiciendo al mundo entero, y sobre todo al profeta Mahoma, que nada tenía que ver. Y finó.

“Fue la única víctima humana de la Gran Crecida de 1959 y de mi buen corazón”, me dijo Jorge Marón. “Y era bueno en el fondo. La muerte lava todo”.

Don Cobaya

Esta historia se la contó un Cobaya viejo a la bisabuela del indio Cleto, una bruja que entendía la lengua de los animales; y el indio Cleto me la contó a mí con la prohibición de referirla mientras él viviera. El indio Cleto ha muerto hace ya años, sargento de línea del destacamento de Fortín Tostado, Santa Fe.

El Cobaya es el bicho más ladino, vividor, endiablado y matrero que pisa el monte. Se parece mucho a un ratón grande y sin cola, con su color gris tierra, hocico puntiagudo y cuatro dientes roedores; se ofende mucho que le digan ratón, porque dice que su familia es del conejo, y cuando lo llaman conejito o chanchito de la India, se pone muy orondo. Sus íntimos lo dicen cuí, sus amigos apereá y los demás cobaya.

Pues aconteció que un año don Cobaya no sembró maíz; siempre con “mañana lo haré” –y mañana llovía o estaba enfermo o tenía visita-, pasó el tiempo y cuando los maizales de sus vecinos, el Chajá, el Tigre y el Perro, estaban boyantes, lozaneando los choclos, entre la chala reventona y el barbijo bermejo, don Cobaya se halló sin una brizna en el campo y con mucha hambre en el cuerpo. Se vio entonces mal, aguzó el ingenio y salió a pedir prestado.

Al primero que llegó fue al Chajá. No estaba en casa más que la señora. “Mejor”, se dijo don Cobaya:

-Buenos días, mi patrona, y toda la compañía. No se me levante, hágame el favor, usté está en su casa y yo vengo a molestar. ¿Y de quién son estas criaturitas? ¡Qué lindura de nenes! ¿Pero para qué estoy preguntando de quién son, si son el vivo retrato de su madre?

Todos saben que la Chajá es tierna esposa y madre cariñosísima. Por los demás, don Cobaya es siempre bien recibido por las cocinas, porque es charlatán y zalamero. Lo más curioso es que ninguno de los bichos del monte cree las lisonjas y lambeterías de don Cobaya, y sin embargo a todos les gusta oírselas decir y dicen “¿Qué don Cobaya éste! ¡Qué cosas tiene! ¡Mire que decirme a mí el otro día, cuando vino a pedirme maíz, que yo era la pava más inteligente que él había visto en su vida!”.

Ése era el punto crítico.

-Precisamente patrona, yo venía a pedirle… ¿Usté ha visto mi maizal?

-No.

-¡Un maizal de mi flor! Pero… como sucede que sembré tarde, resulta que todavía no ha granado y yo necesito… No que me falte qué comer, que lo que es en eso, gracias a Dios, el pucherito de cada día hasta ahora en mi casa, treinta años que tengo, nunca me ha faltado… Pero como usté sabe, ahora se casa una entenada mía y hay que sacar la olla grande; así que… ¿una arrobita de choclo fresco a usté le sería de mucho perjuicio?

-No, pero…

-¡Devolveré, patrona, devolveré arroba y media pesada y contada a toda su satisfacción!

Don Cobaya llevó al fin la arroba a su casa y salió corriendo para lo de la Comadreja. A la Comadreja le habló mal del Perro, con quien ella siempre anda mal; y le dijo que era el bicho más hediondo que se había visto, lo cual para una Comadreja es el insulto peor. Pero la Comadreja es larga y no soltó los diez kilos de maíz pisingallo que le pedían hasta que el apereá le dijo dónde había pichones de Chajá y a qué hora los padres estaban fuera de casa.

Después fue a lo del Perro. El Perro estaba durmiendo, abrió un ojo, y después el otro, y lo mandó a paseo. Pero don Cobaya sabía que el Perro tiene un punto flaco, la afición a la siesta; y se le puse al lado charlando como un loro barranquero, hasta que don Barcino, aburrido, le prestó una bolsa de maíz para que se mandara a mudar.

-¡Pero me la devolverás a su punto y hora! –dijo.

El Tigre le pidió noticias del Hombre. Don Cobaya no sabía nada, pero al momento inventó con todo descaro que el Hombre se había ido a labrar quebracho más lejos y que la tacuara-que-escupe-fuego se le había quebrado. El manchado era avariento, pero, bien impresionado por las noticias, le prestó rezongando nueve kilos de maíz, al veinte por ciento y ponderándolo mucho.

Y el Hombre le prestó otra arroba, con la condición de que nunca hiciese cuevas al lado de los alambrados aflojando los postes; y que le enseñáse dónde había tunas maduras y camachuís llenos.

Con cincuenta kilos de maíz, don Cobaya pasó el invierno como liebre en alfalfar. Pero, amigos, el tiempo pasó y el plazo llegó y la cosa se puso fea, porque a don Cobaya no le quedó ni el afrecho; y los vecinos cada vez que lo encontraban en la pulpería le tenían que recordar sus deudas, para quemarle la sangre, porque ya se sabe que “lechón fiado gruñe todo el año”. ¿Qué hizo?

Fue y citó para el día siguiente en su casa todos sus acreedores. A la Chajá para las ocho de la mañana, a la Comadreja para las ocho y media, al Perro para las nueve, para las nueve y media al Tigre y al Hombre para las diez.

Así que a las ocho en punto entró la Chajá muy campera, con su poncho gris plateado, sus botas amarillas, sus espuelas rojas en las alas, el collar al cuello y un penacho oscuro en el sombrero.

-Siéntese y deje el rebenque, y sírvase un matecito –dijo don Cobaya-. ¿Por quién lleva luto, mi patrona?

Por sus hijos que se los había comido la Comadreja, dijo doña Chajá; y que ella algún día iba a matar a la Comadreja, que se acordara don Cobaya de eso; y se puso fiera, se encolerizó, se encocoró y alzó la cresta, ahuecó las alas y apuntó los espolones, erizó el collarete del cuelo y empezó a torear por el cuarto y a tirar cada picotazo, que el apereá andaba a los brincos, mezquinando el cuero. En eso da las ocho y media y

-¡Trán, trán!

-¿Quién es?

-La Comadreja. Abrame, don.

-Ahí la tiene a tiro –dijo despacito don Cobaya.

-¡Escóndame por Dios! –dijo más despacio la Chajá-.¡No don Cobaya! ¡Estoy en casa ajena y a mí no me gusta comprometer a un amigo, ni mover ruido por las casas de nadie! ¿Atrás de la puerta? Otro día será, usté acuérdese, mi amigo. ¿Le parece que no me verá?

¡No la iba a ver! Apenas entró la Comadreja, el apereá traicionero le hizo seña para que viese al Chajá. En dos minutos la mató y la vació por dentro y le sorbió la sangre, como acostumbran ellas. Y después se sentó muy satisfecha y razonable, porque ya se sabe que barriga llena alaba a Dios y el acreedor bien comido espera otro mesecito. El apereá necesitaba solamente que esperase media hora.

Media hora y se vio la polvareda en el camino.

-¿Aquello no es el Perro que viene para acá?

-¿El Perro? ¡No diga!

-A mí me parece.

-¡Velay! ¡No hay tiempo para irse! ¿Dónde me podría esconder?

-¿Usté le tiene miedo al Perro, comadre? Pero si usté misma me dijo…

-¡Vea compadre! ¡A dos perros más grandes que ése hizo disparar mi madre, cuando yo era chica! ¡Pero usté quiere que yo mate ahora a ese bandido con lo mal que ando ahora con el comisario, desde las votaciones, y la policía usté sabe cómo es! Usté muy bien sabe; embrollos con la Justicia, el que gana sale sin camisa; ¿qué será el que pierde? Así que yo le voy a perdonar a ese perro y me voy a esconder… ¿Atrás de la puerta le parece? ¿No me verá?

Dice el sargento Cleto que más de un cuarto de hora le costó al Perro estrangular a la Comadreja y sacarla afuera, después que don Cobaya le dijo “Mire atrás de la puerta, don”, por lo cual la Comadreja salió y le tiró un mordisco al traicionero, que si lo agarra… Pero el perro no la dejó. Le costó sin embargo. Volvió todo sudado y resollando y pidió los diez kilos de maíz para irse.

-¡Usté es un valiente que nos ha librado a todos de ese mal bicho! ¿No se enjuaga la boca, patrón? ¡Manuela, traé esa arroba de maíz que está en la cocina! ¿No se sirve un traguito de ginebra?

-No.

-¿Un pedazo de churrasco?

-No tengo hambre.

-Tengo charqui lindo.

-No me gusta.

-¿Mazamorra, no quiere?

-¡No!

-¿Un poco de dulce de zapallo?

-¡Los diez kilos de maíz!

-¡Manuela, a ver si te apurás!

El Perro venteó al Tigre. Se paró de un salto. “Me voy –dijo-, porque por aquí hay tigre y ése siempre busca camorra…”

-¿Adónde va a ir, patrón, si el Tigre ya está al cair? ¿No lo está viendo atrás de aquel espinillo? Mejor que se esconda rápido debajo de la cama.

El pobre Perro se escondió, pero don Cobaya lo traicionó y el Tigre lo descogotó y bebió la sangre caliente y aterciopelada. Y en seguida se puso a pedir a gritos, ronco y con la boca sucia, que se le pagase al punto todo lo que se le debía.

Decía el indio Cleto que el Tigre se emborracha con la sangre, y que no hay animal más caprichoso e irrazonable que un borracho cuando le da por la mala. Así que un tigre cebado en la sangre de un hombre es capaz de echarse al Paraná y asaltar a nado un buquecito de vapor, como pasó hace tiempo en el puerto de Candelaria. De modo que don Cobaya no sabía dónde estaba y trataba de arrastrar temblando, una bolsa de virutas de la cocina, diciendo que era maíz, porque el manchado estaba fiero.

-¡Apurate o te mato!

-¡Mire afuera, don Manchado, que me parece que viene gente!

El Tigre miró… y agachó las orejas, se golpeó las ancas con la cola y se le fue como un soplo la mamúa. Por la picada polvorienta y llena de sol, a la vera del algarrobo, venía el Hombre chiflando, con su escopeta al hombro. El Tigre pidió muy mansito que lo escondiera –no es por él, sino por la tacuara-que-escupe-fuego- y el apereá lo metió en el cuarto de al lado y le echó la llave.

De modo que cuando lo denunció, el Hombre no tuvo más que abrir un postigo y dejarlo seco de dos balazo. Y después lo desolló en cuatro tajos, porque era baquiano en eso, sobre que animal caliente se cuerea fácilmente; se echó al hombro el cuero, se acomodó la escopeta y dijo al Cobaya:

-Me voy a estaquiarlo pronto, para que no se me abiche. Cuarenta pesos me dan a la fila por este cuero. Los diez kilos de maíz que me debe, qué diablos, yo se los regalo, porque ya aquí llevo la ganancia del día.

-¡Que San Antonio se la guarde y se la aumente! –dijo el apereá muy devoto.

Y al acabar aquí su cuento, decía el sargento Cleto que, a pesar de todo, no había que tomar ejemplo del apereá; porque al fin y al cabo estuvo mal hecho; y si esta vez le salió bien, otra vez podía torcerse la boleadora, y salirle gallareta en vez de pato, porque el mejor jinete encuentra también su vizcachera. Y la prueba está, decía Cleto, que al año siguiente a don Cobaya lo comió la Culebra, y no le valieron mañas. Quien mal anda, mal acaba. Pero en esto último no todos estaban conformes, y había también sus dudas. Sin embargo, ésta era la opinión del sargento Cleto.

El fango

Papá, ¿voy a la cañada?

-No.

-¿Por qué?

-Porque no.

-No me voy a ahogar. ¿Vos no sabés que el dicho dice “¿Cómo sería la cañada, si un gato cruzó a rebenque?”. No me llega ni a la rodilla.

-Vos te reís de la cañada… Yo te voy a contar un caso que te va a hacer temblar.

El inglés Tedy Reale, administrador del ingenio Los Tilos, que le llamábamos Tero Rial –vos no lo conociste, fue antes de nacer vos-, se entró un día en la cañada… Le quebró el ala a una garza blanca y entró a buscarla. Una garza blanca vale 200 pesos, y además era capricho de cazador sobre todo. Tero Rial era un gran cazador y creía conocer todos los secretos del monte; y los del monte sí los conocería, pero los secretos de la cañada, los secretos del fango, no los conoce a fondo nadie. No tienen fondo. El peón que llevó con él era también forastero. Y dijeron: “El agua nos llega cuando más a la rodilla”.

La garza herida se fue aleteando cada vez más para adentro. ¿Qué anchura tiene la cañada? ¿Quién lo puede saber? En tiempo de seca tendrá media legua o tal vez una. Pero en tiempo de lluvia todo el bajo se inunda. Y cuando encima el río Amores se desborda, ¿quién puede saber las leguas de agua y de barrizal que se extienden debajo del manto verde y mentiroso del aguapé que la cubre? Toda se llena de juncos y totoras, que parece un campo de avena. Un lindo campo. En la paz de la tarde tranquila, el sol lo barniza y el viento mansamente lo ondula. Arriba todo es hermosura y encanto. Las flores blancas y moradas. Los flamencos color de rosa, que parecen también flores grandes vivas. Los patos, las garzas moras, los tuyangos. Un pechocolorado, que se levanta piando y vuela en círculos gozosos. Un charquito color azul aquí y allá donde se pinta el cielo. Y debajo de toda esa hermosura, el barro, el barro hediondo, quién sabe los metros de barro. Así es el vicio. Así es un vicio que vos no conocés todavía.

Pero el inglés calzaba botas y la garza estaba cerca tentándole la codicia. ¡Linda la garcita blanca, delicada y graciosa! Se encaprichó por ella el inglés, que era tozudo. Y van y van. A ratos con dos palmos de barro, y a ratos por casi seco, lo cual los aseguraba. Así es él: ésa es la mentira diabólica del pantano. Así pasa también…

-¿La agarraron, tata, la garcita?

-No sé. ¿Qué importa eso? Un de repente llegaron a una mancha de cañas, y allí pisaron en firme y miraron alrededor. Dijo el peón:

-Nos volvamos, patrón.

Y el inglés dijo:

-¿Qué es aquel grupo de árboles que está allá enfrente? ¿No es el cauce del Amores?

-Se me hace que debe ser –dijo el otro.

-Hay que cruzar la famosa cañada y llegar allá –dijo Tero Rial-. Queda cerca.

Cuando Tero Rial decía Hay que, ya no había vuelta que darle. “¿Queda cerca!” ¿Vos no habías visto en la pampa lo que pasa, un ranchito o unos árboles que parecen que quedan cerca, y uno camina y camina y no llega nunca? Es la otra mentira del pantano. Allacito no más está la dicha y uno mira y desea, y corre y corre, y nunca, nunca, llega. Y las piernas se hundían cada vez más y el barro era más chirle y pegajoso.

-Nos volvamos, patrón.

Pero el inglés maldecía y seguía adelante. Los árboles estaban allí mismo. Procurar pisar siempre arriba en las totoras. Cuidado, plaff… Un charco encubierto, no hay que asustarse, un remojón no más… aunque se han mojado hasta los cartuchos de la canana, maldito sea. Ahora un rodeo, hay allí una res muerta y una pestilencia insoportable… Nos volvamos patrón.

Volverse sí. El rostro del patrón estaba sombrío y bañado en sudor. Pero volverse, ¿era ya posible? La noche se venía corriendo encima y era mejor hacer un esfuerzo sobrehumano y alcanzar, aunque sea reventados, las orillas de allá, que estaban ya mucho más cerca que las de acá. La resolución era desesperada, pero ya no se podía discurrir otra. Si es que aquellas cabezas donde el Espanto había ya echado sus sombras tremantes y traidoras estaban ahora para discurrir.

En efecto, la Cosa Espantosa sucedió. Cayeron en un limazal y se hundieron hasta las caderas y cayó la noche sobre ellos. La luna con su inmenso manto de plata reverberante y las estrellas que se miran en las aguas como en un espejo de acero contemplaron impasibles los manoteos, los chapuzones, el caer de lado y de bruces en el barro, el romperse de las lianas a que se agarraban, la desesperación de los que sienten el piso ceder pulgada por pulgada, la agonía de los cuerpos vivos engullidos por la boca babosa y fatal de la laguna. Y oyeron gritos de horror y maldición desesperadas.

-Máteme, patrón. ¿Le queda algún cartucho? Tíreme, por favor.

Después cesaron los gritos. La cañada es mala y va poquito a poco. La cañada es mala y traidora y enemiga de la especie humana. Nadie puede comprender la agonía de aquella noche. De repente, en medio de la fúnebre pompa del plenilunio, una voz de golpe empezó a cantar. Era el peón Benito. Estaba loco. Y entonces la cañada diabólica empezó a cantar también. Cantó perversamente, con sus millares de grillos, de sapos, de ranas, de juncos que bisbisean, de aguas que gimen, con la voz de los millares de ventosas de barro que engluten. Glu, glu, glu, decía la cañada. ¿No lo has visto al loco Benito, el pobre viejo, cómo aúlla todas las noches de luna llena, sintiendo dentro de su cerebro el horroroso canto del triunfo de la cañada? El dice que la oyó cantar, que decía Glu, glu, glu, que se reía. Y es cierto que la oyó cantar…

-¿Cómo salió, Tata?

-Salió solo. No se sabe cómo salió. Del pantano, si uno no sale solo –y es un milagro de Dios-, ningún otro lo puede sacar; a caballo ni a pie no se puede ir, en barca no se puede ir…

-¿Y el inglés?

-¡Y nosotros que los andábamos campiando por el monte! Jamás pudimos imaginarnos que estuviesen en la cañada, después de tantos avisos… hasta que oímos el tiro de la escopeta Martín del inglés, que tenía voz poderosa, jamás se nos ocurrió que…

-Tata, pero el inglés, ¿qué se hizo?

-Mirá, ¿ves aquella escopeta herrumbrada en un rincón? Una vez, tres o cuatro años después, hubo un riada grande del Amores, venían por el río camalotes boyando llenos de víboras, juncos y basura. En uno de ellos –yo lo encontré- venía esa escopeta y al lado un cráneo partido de un balazo. El resto del inglés, hasta los huesos se los había tragado el pantano.

-¡Tata! –dijo el Gurí apartando los ojos y estremeciéndose todo-. ¡Qué feo! ¿Por qué la guardaste?

-Para mostrarla a mis hijos y decirles: todos los que se entran adrede en el pantano de la lujuria han dicho siempre: “Hasta allí no más voy a llegar. El barro no me llega más que hasta la rodilla”.

El perro bonachón

Se conoce que aquel día Moro, el perrazo barcino, se levanto con la mala, porque no recordó que se había recostado a descabezar el mal humor contra la puerta del escritorio, de modo que al salir el patrón apurado recibió un portazo jefe y encima una patada furibunda que le envió a quemarse una pata –la pata renga precisamente- contra la plancha que la muchacha había posado en el suelo.

Lo único que le faltaba era pintarse de verde la pelambre barcina contra las tinas nuevas recién pintadas. Y efectivamente. Y entonces tuvo que aguantar sin matar a nadie ni morirse de rabia la risa de toda la perrería y gaterío de la estancia, de todos los cachorros, cuzcos, gatas, ratoneros, lanudos, perdigueros –hasta de Tom Faldero, el juguete de la niña, un perrito con cascabel de oro que a él lo reventaba, uno de esos que tiene muy buena educación, pero les falta la delicadeza-, ante los cuales tuvo que desfilar hecho una lástima. Se fue a un rincón, se tiró al suelo, y le dieron tanta amargura aquellas risas, que escondió la cabeza entre las patas y se puso a llorar.

-Por tercera vez-dijo-. Maldita sea. Animate Moro, que con todos tus años y tus méritos estás haciendo aquí un papel de primer orden. Vos hacé bien a todos y estáte dispuesto a morir en su defensa; no tengas en tu boca un palabra mala contra nadie en la vida de Dios; sé bondadoso y manso, reposado y dulce, no te metas con nadie, viví con vos solo, no dañes; y no se van a acordar de vos más que para tenerte a los tirones, como maleta de loco, y para reírse de vos si te pasa el menor percance, con risas satisfechas que parecen venganza de su inferioridad.

El bestia soy yo de hacerme malasangre por ellos, y que me duela tanto, velay, que me aflija de esa suerte; pero me duele, sí señor, me duele, y me revienta y no lo puedo evitar. Es claro que si yo hubiese descostillado un cuzco, o muerto una gata una sola vez no más, jamás volverían ni a resollar en mi presencia.

De sobra los conozco yo. ¿Por qué tiene como un rey a Tigre? Pero ésa es mi suerte condenada. Yo sé que los parto en zanja si quiero, empezando por Tigre: o les puedo dar por lo menos un buen mordisco pérfido donde les arda, cuando yo quiera. Pero aquí está lo peor y lo que me da más rabia: que yo se también que no se los voy a dar; y es mejor que ni lo piense…

Levanto la enorme cabezota buena y paseó por el patio asoleado, donde escarbaban las gallinas y piaban gorriones y jilgueros, los ojos llenos de amargura.

-Dios me hizo de miel –a pesar de estos dientes y de estas patazas y de este aire de tragachicos- y me comerán toda la vida las moscas. No hay que darle vueltas tampoco. Es mi destino. A Tigre le vana decir siempre señor Tigre, porque tuvo la suerte de tener mal genio, de ser desgraciado, gruñón, insolente e insoportable desde el vientre de su madre; y a mí me dirán Rengo. Mire usted: yo me llamo Moro. Yo soy rengo. Yo creo que tengo algunas otras cualidades en mi además de la renquera; y hasta puede ser alguna cualidad buena. Pero no señor, a mi no me han de llamar Moro, ni Barcino, ni Diligente, ni Bravo, ni Leal, ni Abnegado. Me han de llamar Rengo. “Che, Rengo”. ¡Rengo! Si yo no hubiera sacado media pantorrilla al ladrón de la carabina, ahora no estaría rengo, pero el hijo del patrón tampoco estaría vivo. ¿Dónde estaban ellos entonces por si acaso? Debajo de la cama al primer estampido, sin alientos para ladrar tan siquiera…

Ahí esta lo malo; que yo sólo sirvo para los trances gordos: cuando entran ladrones, para cazar el aguará y el pecarí, y para parar rodeo; pero el rodeo se para y el aguará se caza una vez al año; y todo lo demás del año, yo estorbo en casa. Las grandes ocasiones son pocas y ellos sirven para cada momento: uno para cazar perdices, otro para cazar ratones, uno para divertir a los chicos, otro para hacer fiestas a los grandes, que es cosa que yo no sé, ni puedo ni podré nunca hacer.

¡Velay! ¡Fiestas a los grandes! ¡Mordiscos necesitan!

Así son los hombres: Moro está aquí para si vienen ladrones; entonces Moro es el único, el gran hombre; pero Si no vienen ladrones –precisamente porque Moro está aquí-, entonces Moro es un incordio. Porque Moro es distraído y no sabe de modales: tropieza con todos y se va a tumbar a los rincones que están ocupados y no sabe hacer fiesta. ¿Y yo que obligación tengo de saber eso, últimamente? Había un hombre que sabia pintar como los ángeles, Miguel Ángel que se llamaba; el Capataz de el, que se llamaba el Papa, dicen que lo reprendía porque era desgalichado y no sabia de cortesías y andaba con el sombrero puesto; y que el decía: “¿Por qué demonios tengo que aprender yo esas ceremonias si estoy ocupado en otras cosas? Sacarse el sombrero y hacerle fiestas, el Papa tiene muchos que lo saben hacer mejor que yo: pero pintar mejor que yo, tiene muy pocos. Entonces que me deje pintar como y cuando a mi me acomoda, hombre”. Yo no se como el patrón, que es el que contó este hecho, no se fija que, salvando la distancia, a mí me pasa un poco lo mismo, y no me compra una perrera y me deja solo en el fondo del jardín, canarios… o me pega un tiro para acabar de una vez, si es que no me necesita… ¿Y esto lo llaman educación y a mi me llaman grosero? No hay mas educación que tener buen corazón, y ser brusco y descuidado al hacer buenas obras a todos, y todo lo demás no diré que sean pamplinas, pero no valen una chaucha –no señor, esas etiquetas mujeriles, ni una chaucha-, en comparación de esto otro, y si le falta esto otro…

Así gruño el Moro. Y mire usted que cosa. Resulta que estas mismas amargas reflexiones, en vez de exacerbarlo, lo calmaron poco a poco y al rato se encontró sereno y dueño de si como antes. Porque el bicho que esta convencido de que el hace bien a todos, tiene en el fondo del mar de su corazón un pilote clavado en forma, a donde puede agarrarse con las dos manos cuando viene la tormenta, que aunque sea de ola como esta casa no hay miedo que lo desprendan…